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ISSN 1989-4163

NUMERO 11 - MARZO 2010

 

El Diván de la Doctora Izquierda

Il Gatopando

-Por decirlo alto y claro, me siento ninguneado. Todo el mundo me ignora, se me pasa por alto. Es como si no existiera. Antes se me hacía un poco más de caso pero ya no sé qué hacer. Tengo la impresión de que me he vuelto transparente. Y, claro, sufro; sufro en silencio. Mi autoestima está por los suelos, porque tampoco sé qué es lo que puedo hacer. La gente pasa de mí y es tan injusto…

-¿Y cuál cree que es la razón por la que se le menosprecia de esa manera?

-Pues yo creo que es porque la gente me encuentra vulgar, porque piensa que no tengo carácter, que no tengo una identidad marcada. Pero no se dan cuenta del daño que me hacen. Ya le digo, estoy hecho polvo.

-Entonces, según usted, no lo hacen a propósito. ¿No le alivia un poco el saber que ese supuesto menosprecio es producto de la dejación, incluso de la comodidad o pereza de la gente?

-Pues no, porque aunque no lo hagan a conciencia tampoco se dan cuenta del daño que me hacen. Después de todo, yo soy el primer apellido de una persona muy importante. No sé, me parece una falta de respeto.

La doctora asiente y toma alguna nota en su bloc pero su paciente no puede verla al hallarse tendido en el diván de espaldas a ella.

-Está bien, Rodríguez. Me temo que se nos ha acabado el tiempo. Si le parece bien nos volveremos a ver la semana que viene a la misma hora.

El paciente se incorpora con dificultad, como si a duras penas lograra imponerse a la fuerza de la gravedad. Sólo entonces se levanta a su vez la Doctora Izquierdo para acompañarle hasta la puerta. Al abrirla le dedica una mirada llena de comprensión pero apenas puede decir nada más dado que en la sala aguarda ya su siguiente paciente, quien se ha quitado la boina y la estruja entre las manos.

-Buenas tardes. Ya está aquí, qué puntual. Pase, pase –dice indicándole la puerta de su consulta.

Apenas se ha tumbado en el diván, casi sin darle tiempo a cambiar la servilleta de papel y colocar una nueva sobre la cabecera, su nuevo paciente toma la palabra.

-Estoy fatal, doctora. Me siento como si ya no sirviera para nada. Esto no tiene arreglo.

-Está bien, Obrero, cuénteme, ¿qué le preocupa?

-Es como si mi presencia fuera testimonial y nadie me tomara en serio. Lo que no entiendo es por qué no se deshacen de mí de una vez. Total, para tenerme de adorno casi prefiero que me lo digan. Ya ni siquiera se preocupan en nombrarme. Todo el mundo se calla justo cuando llega el turno de enunciarme. Es como si molestara pero nadie se atreviera a decírmelo a la cara. No sé si me explico.

-A lo mejor es sólo una cuestión de comodidad, una forma de ahorrar saliva –le sugiere la doctora apoltronada en su mullido sillón.

-Pues para eso casi mejor que se deshagan de mí porque lo único que consiguen es hacerme sentir como si fuera una molestia, un engorro. Yo, que durante tanto tiempo creí que era el que daba el sentido, el que imprimía el carácter a la organización. Pero, no sé, los tiempos han cambiado y cada día me siento más pequeño, más inútil. Aunque lo peor es ver cómo todos miran hacia otro lado, hacen como que no pasa nada, como si todo siguiera igual. De ese modo lo único que consiguen es que yo me pregunte si es que son figuraciones mías, ¿me entiende? Como si fuera demasiado quisquilloso. Pero no, no soy tonto, porque ante sí que se me tenía en cuenta. La prueba es que siempre se me citaba. Ahora, sin embargo, sólo soy una letra en los carteles, en las banderas que los míos agitan en los mítines. Una simple “O” que a menudo me pregunto si no será transparente.

-¿Por qué no protesta?

-Por miedo a que si lo hago un buen día me dejen caer, así, sin más. Y, bueno, pensará que soy un cobarde pero con lo bajo que ando de confianza si se deshacen de mí después de tantos años, la verdad no sé si lo resistiré. Me da miedo, mucho miedo.

-Le entiendo, crea que le entiendo.

-No sé qué hacer. Sólo sé que esto no puede seguir así. Si nuestro fundador, el viejo don Pablo, levantara la cabeza yo creo que volvía a caer fulminado en la tumba. Claro que eso tampoco es consuelo. Mire, yo ya no sé que pensar. A veces me pregunto si no será que se averguenzan de mí pero tampoco sé qué es lo que puedo haber hecho yo para recibir semejante trato. Si encima la razón para no deshacerse de mí es la comodidad, pues ya se imaginará cómo me siento…

A la doctora se le escapa un profundo suspiro pero logra cerrar la boca en el último instante. A punto está de atragantarse y tiene que echar mano del vaso de agua que reposa en su mesilla. Al consultar el reloj y constatar que apenas han transcurrido diez minutos se deprime. Sabe que se trata de una de esas tardes…, tampoco ella es inmune a las dudas. De hecho, en momentos como ése se pregunta si hizo bien abriendo la consulta en la calle de Ferraz en lugar de en algún otro barrio de la capital. Aún peor, le asaltan remordimientos acerca de su auténtica vocación. Se dice que lo suyo ha sido desde siempre la Historia del Arte y se pregunta cómo ha podido ser tan tonta.  

 
 

Diván

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